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Por Albino Escribano. Miembro de la Comisión de Deontología del Consejo General de la Abogacía Española y decano del Colegio de la Abogacía de Albacete 

Insisto mucho en la simpatía. Un abogado estirado es fatal porque tendrá tendencia a decirle a su cliente cuánto sabe él y qué poco sabe el cliente y cómo hay que hacer las cosas, cuando el dueño de los intereses en juego es el cliente”. Rodrigo Uría Meruéndano.

Las palabras de Don Rodrigo Uría entroncan y deben relacionarse con el principio de libertad en el ejercicio profesional consagrado en el artículo 3 del Código Deontológico, cuando nos dice que quienes ejercen la abogacía tienen el derecho a la libertad de defensa y el deber de defender y asesorar libremente a sus clientes y con el artículo 4 que fundamenta la relación profesional en la recíproca confianza.

El asunto es del cliente y este decide quién lo dirige profesionalmente. El profesional de la abogacía elegido puede aceptar o rechazar el asunto libremente. Pero si lo acepta, será el profesional quien decida la estrategia procesal adecuada, quedando obligado a observar una conducta profesional íntegra, honrada, leal, veraz y diligente.

La dirección profesional del asunto no excluye, como señala Sánchez Stewart, atender las sugerencias del cliente que sean conformes al criterio profesional. En cualquier caso, no hay que olvidar que es obligatorio abstenerse de seguir las indicaciones del cliente si al hacerlo se pudiera comprometer la observancia de los principios que rigen la profesión (artículo 12.A.4 CDAE). Como señala Roca Junyent, “el recordar lo que no puede hacerse y el articular lo que es posible con sujeción a la norma, no siempre satisface al cliente”.

En definitiva, simpatía, empatía y rigor profesional forman una unidad indisoluble en el profesional de la abogacía, integrando lo que el propio Rodrigo Uría llama la ética y la decencia (estética de la ética), que son, al menos, tan importantes como el Derecho.